Argentina y la extinción del emprendedor: de granero del mundo a cliente eterno del Estado Redacción del Diario Tapa Del Día | www.tapadeldia.com Durante décadas, Argentina fue vista como una tierra fértil para el progreso individual y colectivo. Sin embargo, una transformación profunda –y silenciosa– fue modificando esa identidad. Hoy, el país que forjó su riqueza sobre el apetito de riesgo, el esfuerzo productivo y la voluntad de ascenso social, se ha convertido en una sociedad que sospecha de la ambición económica y consagra la dependencia estatal. La historia reciente del país ilustra esta mutación. A principios del siglo XX, millones de inmigrantes arribaban con una convicción inquebrantable: que en estas tierras el esfuerzo tenía sentido. Aquella cultura de frontera, ruda pero vital, transformó a miles de extranjeros humildes en comerciantes, industriales y propietarios. El mérito y la mejora material no eran vistos como traición, sino como una realización legítima del proyecto argentino. Sin embargo, con el tiempo, esa ética se erosionó. Ya en los años ’30, la narrativa cultural comenzó a girar. El empresario dejó de ser el héroe de la sociedad y pasó a ocupar el lugar del villano. La literatura lo retrataba como explotador; el cine y la política lo convertían en símbolo del privilegio injusto. Y con la llegada del peronismo, esta desconfianza tomó forma institucional. Perón no buscó destruir al empresariado, sino someterlo a una lógica paternalista. La ganancia dejó de percibirse como fruto del esfuerzo y el riesgo, para volverse una concesión del poder. Desde entonces, los distintos gobiernos –incluso los más liberales en apariencia– mantuvieron una tensión irresuelta entre capitalismo y estatismo. En los ’90, con la apertura de la economía, resurgió una breve fiebre del oro. Fue una época de movilidad social acelerada, donde el olfato y la audacia valían más que los títulos universitarios. Pero la crisis del 2001 y el derrumbe del modelo dejaron una cicatriz profunda: la idea de que el mercado era intrínsecamente traicionero. A partir de allí, la figura del empresario fue progresivamente desplazada por la del gestor del subsidio, el operador estatal, el beneficiario permanente. El kirchnerismo llevó este cambio a su máxima expresión. Su retórica transformó al empresario en enemigo del pueblo y al asistido en sujeto virtuoso. Vivir del Estado ya no era una excepción; era el nuevo ideal. La cultura del mérito, el ahorro y la inversión fue ridiculizada. El éxito individual se volvió pecado. En su lugar, se instaló una moral de redistribución que no requería producción previa, sino relato. En este nuevo sistema, la riqueza ajena es sospechosa y el gasto público se convirtió en el único vehículo aceptable de bienestar. Intentos posteriores de reconstruir una Argentina más amigable con la iniciativa privada –como los del macrismo– fracasaron por razones políticas, pero también culturales. No basta con bajar impuestos o desburocratizar: hay que restaurar una visión moral positiva del que emprende. Y esa tarea, de fondo, sigue pendiente. Hoy, cuando la crisis obliga a repensar todo, se abre una oportunidad única. ¿Podrá la Argentina reconciliarse con su pasado productivo? ¿Podrá recuperar el valor social del riesgo, la ganancia y la superación personal? La historia no está escrita. Pero si queremos otro futuro, será necesario rescatar lo mejor de aquel país que alguna vez convirtió almaceneros en industriales, inmigrantes en ciudadanos, y pobreza en patrimonio. Esta nota fue realizada por la Redacción del Diario TAPA DEL DÍA. Para más contenido, ingresá a www.tapadeldia.com. Opinión pública razonada ¿Y si el mayor problema argentino no es económico sino narrativo? La épica del emprendedor fue reemplazada por la del que espera. Tal vez la verdadera revolución cultural consista en volver a celebrar –sin culpa ni sospecha– al que trabaja, produce, arriesga y gana.